Figurar o empujar el carro

En la vida —como en todo— hay quien empuja el carro… y quien se sube para que le lleven. Los primeros suelen acabar sudando, con barro hasta las cejas y pocas fotos en los álbumes. Los segundos, en cambio, dominan el arte de aplaudir desde lo alto, sin despeinarse, mientras se les llena la boca de grandes palabras: trabajo, esfuerzo, responsabilidad, compromiso… para los demás, claro.
 

Cada vez hay más gente así: expertos en exigir lo que no dan, en pedir entrega sin arrimar el hombro, en predicar sacrificios colectivos mientras se reservan el derecho a la comodidad personal. Gente que reparte tareas pero no carga ninguna. Que se llena la boca de “nosotros” pero solo vive para el “yo”.
 

Y no, esto no va solo de política. Va de actitud ante la vida. De entender que el compromiso —el de verdad, no el de escaparate— implica estar cuando cuesta, decidir cuando toca y no mirar hacia otro lado cuando hay que mojarse. Va de asumir que si esperas que los demás den el 100%, tú no puedes darte por satisfecho con poner la firma al final del documento.
 

Llevo muchos años empujando. En distintos frentes, con diferentes formas, pero con la misma idea: ser útil. Hacer que las cosas pasen. Sin focos, sin necesidad de aplausos. Pero con la certeza de que lo que vale la pena se hace desde abajo, desde dentro, desde la acción. No desde el escaño cómodo de la crítica vacía ni desde la pasarela del reconocimiento fácil.
 

Y sí, he dicho que no cuando no estaba de acuerdo. Porque uno no puede vivir en paz consigo mismo si renuncia a sus principios por mantener una silla, un papel o un aplauso. Lo volvería a hacer. Lo haré cuando toque. Porque hay decisiones que, aunque duelan, te definen.
 

Hoy más que nunca tengo claro que no estoy —ni voy a estar— para tonterías. Que seguiré empujando mientras vea que el destino merece la pena y que el trayecto se hace en equipo. Pero si algún día tengo que bajarme del carro, será con la cabeza alta y la conciencia tranquila. No por cansancio, sino por dignidad.
 

Y desde abajo, desde la cuneta si hace falta, miraré con calma quién empuja, quién se cuelga… y quién sigue sentado como si la vida —o el mundo— le debiera algo.

Rafa Esteban